La brisa nocturna acaricia mi rostro mientras observó como
la luz de la luna es eclipsada por los infinitos destellos que proyecta la
insomne ciudad. Mientras me encuentro apoyado en el reborde de la ventana
abierta de mi habitación oigo el leve susurro de la respiración de mi mujer
dormida ya en nuestra cama. Siempre me he gustado ese sonido, como una melodía
inconstante y extremadamente dulce que me recuerda que no estoy solo en la
oscuridad de la noche. Sonrío y pienso en lo afortunado que soy, en mis dos
maravillosos hijos que duermen en las habitaciones continuas y en la bastante
generosa oferta de trabajo que recibí la semana pasada. Todo marcha sobre
ruedas por fin, siempre he temido que nunca consiguiera alcanzar la felicidad
que ahora siento, que algo fallará irremediablemente y mi vida se fuera al
traste con la misma facilidad con la que el viento derrumba un castillo de
naipes. Sin embargo, ahora sé que esa felicidad era posible, que todo aquello
por lo que he luchado ha tenido su recompensa. Me acuesto al lado de mi mujer y
al apoyar la cabeza en la cama siento el cosquilleo de las largas hebras de su
moreno cabello que llegan hasta mi almohada. Su perfecto rostro yace dormido a
mi lado, con tal inocencia y belleza que casi temo perturbarlo cuando muevo las
sábanas para cubrirme. El tacto frío de
la almohada me produce un rápido escalofrío que sumerge todo mi cuerpo en un
placentero deliquio, mientras observo silenciosamente los delgados y delicados
labios de mi mujer. Cierro los ojos y dejo volar mi mente libremente mientras
mi consciencia si diluye poco a poco en la apacible oscuridad del sueño. Por
primera vez en mi vida no siento miedo.
Abro los ojos. La luz
del mediodía inunda la habitación mientras el bullicio de la calle se cuela por
la ventana y despeja mi aún adormecida mente. La boca me sabe amarga y
vuelvo a sentir la ligera pero
insistente presión en la sien que me acompaña cada mañana, como si una fuerza
invisible golpeara los laterales de mi cabeza. Suspiro y giro mi cabeza para
fijar la mirada en el blanco techo de mi habitación. La estoy esperando, como
cada día al despertar desde hace ya demasiado tiempo. Mi corazón empieza a
latir, primero suavemente, produciendo un extraño cosquilleo en mi pecho que
tensa mis músculos y me hace sentir inquieto. Después el latido se torna más
rápido, golpeando insistentemente mi esternón, como si dentro de mí alguien
intentará escapar de la prisión de carne y hueso que lo ata en mi interior.
Vuelvo a suspirar y una sensación parecida al dolor se extiende desde la zona
pectoral a los más alejados puntos de mi ser, un latigazo que se propaga por
cada fibra de mi cuerpo. Está aquí, la ansiedad, supongo que podría llamarla
así, pero para mí ya no es una mera sensación, es un acompañante constante, una
llama inextinguible que arde en mi pecho y me quema las entrañas, o, como
pienso en algunas ocasiones dejándome llevar por mi lado más trágico y poético,
una maldición de la que llevo mucho tiempo intentando escapar. Siempre, antes
de que la ansiedad se asiente dentro de mí, antes siquiera de ser totalmente
consciente de donde estoy y quien soy realmente, en los primeros segundos
después de despertar, siento una calma total, como un recuerdo de aquellos días
en los la única sensación que albergaba era algo de sueño y las ganas de
empezar un nuevo día, una pureza antigua. Esos segundos se alargan las mañanas como ésta, después de
soñar algo tan dulce y tan aparentemente real como el rostro de aquella mujer
que ocupo mis sueños antes de que despertara. Se supone que ella era mi bella
esposa, que tenía dos hermosos hijos y un buen trabajo. Pero no eso lo que me
fascina realmente cuando tengo este tipo de sueños, no una onírica mujer ni la
ilusión de tener hijos a los que amar, lo que realmente me desgarra el alma
cuando el sueño termina y vuelvo a despertarme en mi vacía habitación es que,
por un momento, por un instante, volví a vivir sin miedo y, por un segundo, me
atreví a pensar que jamás volvería a tenerlo.